
Una de las patologías que padezco (y a la que quizá le deba el no haber “progresado” en esta vida como quería mi mamá) es mi irrenunciable “delirio de consecuencia”. Soy enfermizamente consecuente y no me doy ninguna tregua. Es por eso que me dejó pensando el cómo, a pesar de nunca haber cambiado mi discurso, durante este año electoral fui llamado en distintos momentos “chilenófilo” y “antichileno”.
Todo partió de la vez en que admití que en caso de una segunda vuelta entre el Capitán Carlos y la tía Lulú, me hubiese inclinado por la candidatura del “cachaco bruto” antes que por la “señora decencia”. Tamaña decisión (que felizmente nunca tuve que tomar) se basaba en que la opción de Lourdes Flores no me daba garantías respecto a una política de contención de los capitales chilenos en sectores estratégicos de nuestra economía como el caso de los puertos, puntualmente el del Callao. Aquello, para los fanáticos creyentes del Dios Mercado y de la doctrina del laissez faire, resultaba un completo sacrilegio porque “el capital no tiene nacionalidad ni bandera; el capital es el capital”.
Cuando se dijo que Lourdes Flores era “la candidata de los ricos” (frases hechas y clisés al margen) no se decía algo muy alejado de la realidad y el hecho de que la propia candidata fuese “rica” o no, no negaba lo primero. Ser rico no tiene nada de malo en sí para empezar, pero serlo en el Perú está asociado en el imaginario colectivo con esa clase social que, desde los consignatarios del guano hasta los de Matarani, jamás ha tenido criterios de país precisamente porque “el capital no tiene banderas” y toda esa paporreta que me aburre el oído derecho tanto como al izquierdo lo hicieron todas esas monsergas buenas para meter chongo en una marcha, pero nunca para utilizarse como argumentos. Resulta sintomático que en Chile, cerca de la mitad de su población se manifieste abiertamente y a mucha honra como “de derecha” ¿Aquí quién puede decirlo? ¿No tenemos derecha? ¿Cuál es la vergüenza?Se supone que soy “antichileno” porque estoy en contra de los inversionistas chilenos, pero mi reproche nunca ha sido contra ellos sino contra los “entreguistas peruanos” con Kuctrynski a la cabeza, y a quien a lo mejor nunca se le pueda acusar de traición a la patria porque por ahí que nadie le pueda probar que sea peruano. Yo para Chile no tengo más que aplausos para sus inteligentes políticas de expansión comercial y económica; para el eficiente manejo de sus empresas estatales como ENAP (petróleo) y Codelco (cobre); y, naturalmente, por su interés de hacer un anillo energético con el Perú por el cuál nosotros les venderemos gas y ellos nos venderán electricidad producida con ese gas. Chile no tiene la culpa de tener a su costado un país que se le ofrece en bandeja de plata, más bien serían tontos de no aprovechar una oportunidad detectada por sus olfatos de negocio.

Los peruanos citadinos somos unos tipos bastante especiales que hacemos convivir dentro de nosotros los patrones de la fe del libre mercado, aprendidos en los diferentes templos de la sensatez académica, con aquellos otros aprendidos en la escuela primaria que nos repiten que los chilenos son malos y que tienen que devolver Arica, Tarapacá y el Huáscar. Estas enseñanzas combinadas se traducen en que el mismo tipo que hace sus compras en Ripley y Saga Falabella y viaja en LAN, se llene la boca de patrioterismos de lo más estúpidos como la defensa del pisco o del suspiro a la limeña, o se organice con otros energúmenos para, luego de llenar la caña en Primax, ir al aeropuerto o al hotel a tirarle piedras al equipo de fútbol de Chile cada vez que éste viene a jugar contra los nuestros. Naturalmente que algo tiene que cambiar en nuestro sistema educativo para enseñarnos la importancia de mantener nuestra soberanía nacional sin sazonarla con resentimientos históricos ni trayendo a discutir temas tan irrelevantes que sólo sirven para dejar políticamente bien a funcionarios de gobierno que quieren dar muestras de amor por el país a través de la defensa de nuestros postres y de nuestros licores.
Yo viajé a Chile (específicamente a la “tierra cautiva” de Arica) y mi experiencia con el chileno de a pie fue genial. Me parecieron gente muy respetuosa y educada en sus calles, y graciosamente malcriadas dentro de sus casas. Puede decirse que con esa visita me enamoré de Chile, de su cultura y de su historia. Guardo por ello en mi PC más música chilena que peruana y tengo varios discursos de Allende. He de decir a viva voz entonces (aunque me linchen como la vez del partido contra Italia en el mundial de Francia) CHI CHI CHI…




